El equívoco imperdonable
Esta historia es verídica.
A los fines de proteger la identidad
sus protagonistas,
los personajes y situaciones,
han sido tomados de la ficción.
Parte I
A pesar de haber nacido en Cuzco (Perú), nunca había tenido la oportunidad de visitar el enigmático entorno incaico, conocido con el nombre de Machu Pichu.
Hija de un español, radicado en esta ciudad y empresario de turismo, pareciera extraño que jamás hubiera utilizado los servicios que el mismo ofrecía.
Amaba a mi padre. Era un hombre alto, rubio y de vivaces ojos color verde claro, quien nunca perdió su acento español de origen, aunque transcurriera aquí la mayor parte de su vida.
En sus viajes a este lugar, había conocido
a mi madre, la típica peruana, de porte bajo, cabello renegrido y cutis
moreno…
La familia materna, era considerada prestigiosa y culta, no obstante, mi madre,
guardaba la sencillez y humildad, distintivas de su raza.
Fui única hija.
Un accidente automovilístico, me privó
de la compañía de mis padres, cuando contaba veinte años.
Desde entonces, permanecí en la casa de mis abuelos, que me impulsaron
en el estudio; alcanzando un grado universitario que me permitió dar
clases en Escuelas Secundarias y contar con cierta prestancia y seguridad en
mí misma. Por otra parte, hablaba perfectamente el idioma inglés,
lo que me permitía relacionarme fácilmente con personas visitantes
a este legendario lugar.
Con frecuencia, estas personas, solían ponderar la apariencia cautivante
de mis facciones, producto posiblemente, de la mezcla de rasgos provenientes
de razas diferentes.
Si bien sentí mucho, la pérdida de ambos padres, la herida que provocara la de mi padre en particular, nunca cicatrizó.
La ternura y calidez, que caracterizaba su trato hacia mí…
Además, cuando le miraba, algo no me permitía
quitar los ojos de él. Admiraba su porte distinguido, ese rostro luminoso
que irradiaba belleza externa e interna…
No tengo memoria de un gesto violento de su parte. Más bien, se portaba
con cautela y cuando algo le disgustaba, bastaba observar las facciones severas
de su aspecto y el trato decidido, tanto como cortante, para poner límites
a cualquier situación de conflicto.
Esa autoridad que emanaba de su persona, le confería un perfil distintivo
y podía confiar, así como sentirme segura, en su abrazo y sus
manos, acariciando mis cabellos.
Recordaba con nostalgia esos momentos de infancia
y adolescencia vividos, mientras el pesado y lento chirrear del tren en ascenso,
hacia el Machu Pichu, que había decidido conocer, me permitía
ver esos magníficos paisajes de montañas envueltas en densas brumas,
indicios de la incipiente primavera.
La intensidad de diferentes verdes y múltiples colores luminosos, que
se visualizaban a través de las ventanas, se mezclaban en mi retina,
con lágrimas y sentimientos de añoranza que venían a mi
memoria, de aquella infancia sumida en el pasado…
En cercanías del lugar de arribo de mi viaje, un hombre medianamente
joven que venía sentado a mi lado, me preguntó en un inglés
del cual se notaba, no era su lengua de origen, acerca de cuánto faltaría
para llegar, sacándome de mi letargo y llamando mucho mi atención.
Tenía los rasgos parecidos a mi padre, pero sus ojos eran nítidamente
celestes y la mirada lucía acerada.
Le contesté atentamente, cuando el tren ya estaba deteniendo su marcha.
Me sonrió con simpleza y se interesó por conocer mi procedencia;
mientras descendíamos uno tras otro y comenzó a caminar a mi lado.
Alfred, era algo mayor que yo, de origen suizo-alemán, pero estaba radicado en España.
Se desempeñaba como sub gerente de ventas, de una compañía de software de nivel internacional, por lo que frecuentemente debía realizar viajes a diferentes países.
No obstante, manejarse casi perfectamente con el inglés, se había familiarizado con el español, lo que nos permitió hablar de muchas cuestiones, alternando ambos idiomas, cuando algún término se hacía incomprensible para alguno de los dos; mientras recorríamos juntos, extasiados, el bellísimo paraje.
Regresamos en el mismo asiento del tren; conversando
todo el tiempo, acerca de nuestras respectivas ocupaciones y preferencias, mientras
una mutua simpatía nacía entre ambos.
Quedamos en encontrarnos el día siguiente para el almuerzo, ya que permanecería
dos días más en Cuzco, para cumplimentar la finalidad de su viaje.
Luego del almuerzo, recorrimos
la pequeña ciudad; con sus antiguas casas cubiertas con tejas rojas.
Al día siguiente, le hice conocer el Valle Sagrado de los Incas y templos
coloniales.
En realidad, parecía que nos hubiéramos conocido desde siempre
y nuestras manos, sin pensarlo, se encontraban y apretaban, la una con la otra.
Al despedirnos, quedamos en encontrarnos nuevamente
en un mes más; pues tendría dos semanas de licencia en su trabajo
y de mi parte, podría también pedir una suplencia para tomarme
esos días.
Con el objetivo de disfrutar unas vacaciones en otro entorno, así como
conocernos mejor, me invitó a visitar una zona playera de Brasil…donde
el mar se presenta siempre cálido.
Evidentemente, su posición económica era mucho más holgada que la mía. No obstante, me hizo notar sería para él una ofensa, quisiera de mi parte, colaborar con los gastos, ni en lo más mínimo.
Ese mes, miles de pajarillos inocentes y salvajes,
anidaban y revoloteaban dentro de mi mente.
Parecía un sueño…
El permanecer junto a mis abuelos los últimos años, me había
trastocado la existencia, haciéndola más rígida.
Sólo había vivido, desde mi adolescencia, cierta simpatía
con algún joven, sin mayor trascendencia.
No podía comentarles, acerca de este viaje,
el cual realizaría con casi un desconocido y a un país extraño…
Les mentí, diciéndoles me acompañaría una amiga
mayor. Hasta a mí misma me llamaba la atención, el paso audaz
que estaba por dar.
Pero, evidentemente, era el destino, quien estaba tocando a mi puerta.
Cuando Alfred regresó y partimos hacia Brasil,
no podía creer, la fantástica actuación que tuve para con
mis abuelos, al despedirme.
Sabía que la vida me estaba llamando y no podía renunciar a ella.
Esas dos semanas transcurridas, uno al lado del
otro, fueron como volar al cielo; al mismo paraíso.
El amor floreció entre nosotros, como despuntan los capullos en primavera
y ya no podríamos separarnos.
Al retorno, ante el gesto atónito de los ancianos, no sólo lo
presenté como mi prometido, sino que les anunciamos la fecha próxima
para nuestra boda, lo que determinaría mi partida a España, lejos
de ellos.
Ante la noticia, se abrazaron entre sí, llorando, y luego me abrazaban, rodeándome entre ellos, pero comprendían que debía lanzarme en búsqueda de mi propio camino.
Conocer la tierra donde había nacido mi padre… dos sueños
se concretarían juntos. Formar una familia y andar el suelo que él
había pisado…Alfred me propuso visitáramos también
su pueblo natal…conquistando de esa manera, aún más, mi
corazón.
El parecido físico, igualmente los modales refinados, me sugerían aquellos paseos infantiles de la mano de aquél, cuando era “su princesa”, como solía nombrarme. Asimismo, me sorprendía su brillante inteligencia…
No obstante, algo los diferenciaba por completo.
Alfred tenía la mirada casi siempre fija. Cuando se dirigía a
la mía, parecía querer trasvasarla, para llegar al pensamiento,
sin pasar por ningún filtro.
Mirada que, ostentando un color cielo claro, parecía convertirse en horizonte helado, glaciar inconmensurable y hasta temible…
Parte II
Contábamos ya con un niño de cuatro
años y esperábamos nuestro segundo hijo.
En los últimos tiempos, Alfred soportaba múltiples presiones por
parte de la Compañía donde trabajaba y las relaciones con su inmediato
superior, se habían vuelto tensas.
Las ventas habían descendido, situación que recaía soslayadamente
sobre él.
Los viajes al extranjero, se habían vuelto más frecuentes y con
mayor cantidad de días, en intentos por ganar espacios del mercado, que
venían quebrantándose.
Alfred, comenzó a aislarse, en los pocos momentos que transcurríamos en familia.
De mi parte, intentaba contenerlo dentro de mis posibilidades y mi propia situación de embarazo, que no venía fácil.
El había incurrido en “estallidos” nerviosos, cuando nuestro
hijo, tenía comportamientos propios de un niño de su edad y le
exasperaba cualquier mínimo llanto o demanda.
No obstante, asegurarme que seguía amándome como siempre, nuestra vida íntima, prácticamente estaba desapareciendo, lo que adjudicaba a los inconvenientes devenidos de mi estado de gravidez y la delicadeza que requería.
Un sesgo extraño fue apoderándose
de su mirada, cada vez más fija y de apariencia neutra.
Adelgazó mucho; mientras su rostro iba cobrando una rígida palidez.
Durante el día, se vio obligado a utilizar anteojos oscuros, pues no
toleraba la luz diurna, lo que en breve tiempo, se trasladó igualmente
a la luz artificial.
El diálogo, iba paso a paso, haciéndose inexistente entre nosotros.
Mi estado era delicado y una suerte de cierta depresión
iba invadiéndome, al tiempo que era presa de un secreto arrepentimiento,
por haber concebido al niño que estaba creciendo en mi vientre.
Trataba, asimismo, de mostrar integridad en mis comportamientos y tras cada
viaje de Alfred, lo recibía como si nada sucediera.
No obstante, el derrumbe de la familia soñada, se iba haciendo evidente y con ello, mi desesperación.
En largas horas de espera y soledad, me pregunté acerca de los orígenes
y parientes de Alfred.
Llamó mi atención, que su única progenie, era un tío
paterno, ya anciano, que vivía sólo en una humilde casita, en
la provincia de la Coruña (Galicia), en proximidades del antiguo Monasterio
de Caaveiro, construido en el siglo X, situado en la garganta de un cañón
fluvial, cercano a una zona de frondosa y cerrada selva boscosa (una masa forestal
atlántica primitiva, a base de robles, abedules, avellanos y acebos,
entre otros) que los gallegos llaman “Fraga”.
Se trataba de un mágico y primigenio lugar, donde, durante el período
suevo, se instalaron una serie de solitarios eremitas proto-cristianos.
El monasterio, actualmente en ruinas, es uno de
los más secretos y emboscados del sur de Europa. Entre sus vestigios
perdidos entre la floresta, se evoca remotos personajes, Obispos, Clérigos
y un venerable Monje llamado “Exún”, quien estaba acompañado
de dos ermitaños, fieles en la regla de San Benito.
En tiempos del monje Exún, el primer Abad de Caaveiro, de cuyo espíritu,
su tío decía estar poseso, en ese bosque secreto, abundaban los
osos; estando habitado también por lobos.
No obstante considerar en mi interior, estos anécdotas una cuestión de leyenda, posiblemente actualizada, sólo por la presencia de aquel anciano desquiciado, no dejaba de preocuparme, el total desconocimiento que tenía sobre la familia primaria de mi esposo.
Faltando unos meses para dar a luz, mi pequeño
niño enfermó, posiblemente con alguna dolencia febril común
de la edad, pero ocasionándole un fuerte dolor de oídos, por el
cual no cesaba de llorar.
Esa noche, Alfred regresaba de uno de sus más agotadores y frustrantes
viajes, en intentos por conservar su posición dentro de la empresa.
La rigidez de su rostro, era más evidente y ahora la mirada, “perdida”…le
daba un semblante más parecido a una persona desequilibrada.
No tardó en exacerbarse por los quejidos de nuestro hijo.
Enfurecido, se levantó de la silla en la que estaba sentado, con franca
intención de propinarle un golpe, ante el grito desesperado del pequeño,
con quien nunca antes, se había mostrado brusco.
En forma simultánea, atiné a interponerme entre ambos, recibiendo
un impacto brutal en mi vientre, que me desmayó en forma instantánea.
Desperté en una Clínica Maternal.
Toqué mi vientre, ahora deshabitado y pregunté con ansiedad, a
la enfermera que controlaba la administración de suero, junto a la cama,
sobre lo acontecido. Me contestó, que mi hijo había nacido por
cesárea y dado su condición de “prematuro”, estaba
con cuidados intensivos.
Pregunté por mi esposo, quien entró en la habitación, tras
un lapso, en que mi vida y mi alma, a pesar de estar aún bajo los efectos
de la anestesia, se derrumbaban dentro de mí.
Le inquirí por ambos hijos…llamándolos, por “tus hijos”…
Su mirada, ahora, parecía vacía.
El mayor había mejorado y estaba al cuidado de la señora que solía
prestarme ayuda doméstica en casa; mientras no atinaba a responderme,
en forma certera, por el recién nacido.
Parte III
No había culminado ese año, cuando ya conocíamos, que nuestro
hijo menor, padecía un daño cerebral, atribuido a las circunstancias
previas, en que fue dado a luz.
Alfred, sin embargo, estaba entusiasmado, ante la posibilidad de ocupar un cargo
de gerente, en la misma compañía, en el área de comercialización,
tras superar una serie de condiciones de selección, que se le imponía
y que le llevaría dos o tres meses de preparación previa.
Ello le permitiría no sólo aumentar nuestros ingresos; sino también,
salir del círculo vicioso de relaciones laborales, que lo habían
llevado a tan extremo estado de estrés.
Entre nosotros, sólo existía una relación de cortesía
“buscada”, en orden de permitir, un alivio a la situación
de convivencia, aunque fuera temporaria; y procurar por nuestros hijos, una
cierta y fingida armonía.
No obstante, su mirada continuaba vacía… parecía no importarle
situación alguna. Ni le cegaba la luz o la oscuridad…Comer o no;
o que yo le hablara o no, si nuestros niños lloraban o no, o nada…
Parecía estar sordo, ciego y mudo…
Sólo respondía a pautas elementales de trato y de cumplimiento
de necesidades básicas. Como un muñeco robotizado, casi sin hacer
el menor ruido en la casa, se deslizaba del escritorio al comedor, al dormitorio
que ahora ocupaba en forma solitaria, o al "wc". La mayor parte del
tiempo que permanecía en el hogar, lo dedicaba a la preparación
para lograr su nuevo cargo laboral.
El tiempo llegó y obtuvo el puesto buscado.
Casi sin despedirnos, sólo por el apronte del equipaje, partió
de nuestro hogar, en una noche en que la lluvia y el viento, parecían
derrumbar la construcción.
Las únicas palabras que intercambiamos, fueron acerca de un llamado telefónico
o aviso, que efectuaría, a su llegada al nuevo lugar de trabajo, ahora
estable, en París, Francia.
No obstante, ese dolor inmenso que me invadía, por aquel impacto que provocó la lesión irreversible en nuestro bebé, la cual afectaría sustancialmente su vida futura, valoré el esfuerzo que Alfred estaba realizando, por mejorar nuestra situación económica, permitiendo de esa manera, más fácil acceso a tratamientos específicos para la rehabilitación del pequeño.
Lamenté en la partida, no sentir su abrazo y su calor; así como
observar, su total indiferencia hacia nuestro hijo mayor.
Me afligía, la visión de ese hombre quebrado.
Había perdido toda aquella belleza de apariencia externa y ya no podía
percibir, los contenidos profundos de su alma, que en primera instancia lo hacían
tan semejante a mi padre…
Se había oscurecido totalmente, para mí.
Había perdido sueños, hogar, esposo, yo misma.
Sólo me quedaban esos niños…En afecto, dependían
total y solamente de mí.
Así, con los pedazos de persona que me quedaban, porque ya no estaba
entera.
Me sentía un despojo, que había estado enamorada, de…de
un muñeco de madera…
Sólo eso.
Parte IV
Pasaron los días…
No recibí ningún telegrama, llamado telefónico, ni señal
alguna de Alfred.
Transcurrido un tiempo prudencial, decidí comunicarme con el área
de la empresa, en París, donde estaría seguramente, ocupando su
nuevo lugar de trabajo.
Me contestaron que si bien, tenía tal designación, para la cual
fue seleccionado, no se había presentado aún; e ignoraban acerca
de su paradero…
No comprendía nada sobre lo que pudiera haber ocurrido…
Pese a mi rencor secreto, se trataba de un ser humano a quien había amado
intensamente; así como procreado de él, dos hijos.
Pasados unos días, recibí un despacho de la Empresa, por la cual
me adelantaban la paga de ese período, en función que no había
señales de vida alguna de Alfred.
Transcurridos tres meses, me notificaron, que habiéndose rastreado sobre
su paradero sin éxito, y cumplidos los requisitos legales para declarar
su desaparición física estando en servicio, entraba en vigencia
una cláusula laboral, por la cual, ante tal circunstancia, un Seguro,
debía hacerse cargo de abonar los haberes correspondientes a una paga
normal mensual, a los familiares con relación de dependencia, de por
vida. En este caso, me favorecía personalmente así como a mi hijo
discapacitado; mientras, al otro niño, hasta que fuera mayor de edad.
En función del nuevo puesto al que él había accedido, recibiría
un monto dinerario mensual, que equiparaba a tres veces, a la suma percibida
en igual lapso, mientras estuvo con nosotros.
El dinero, por mucho que fuera, no podría llenar los vacíos de
mi alma, ni la necesidad paterna de mis hijos…
No obstante, necesitaba esos fondos, tanto para subsistir, como para llevar
adelante la crianza de los niños…así como los costosos tratamientos
del más pequeño…
Por otra parte, no lograba comprender lo sucedido con relación a su desaparición…
Sólo, dentro del inconmensurable silencio de mi corazón, los interrogantes
por lo acaecido con Alfred, me invadían días, horas de sueño;
así como me invadía un sentimiento de auto-culpabilidad por falta
de perdón, mi indiferencia…en fin…
Ya no tenía vida propia, ésta únicamente seguía
los carriles de algo predestinado.
Pasaron dos años.
Comenzaba la estación primaveral, cuando recibí una carta.
Había sido escrita por aquel tío, único familiar de mi
esposo… supuestamente desquiciado. Con gran sorpresa, mientras el corazón
me saltaba en el pecho, pude leer su contenido.
Alfred, conociendo los mecanismos de la Empresa donde trabajaba y sintiéndose profundamente culpable por lo acontecido en nuestra familia, había preparado un plan, en función no sólo de llevar a cabo una justicia que consideraba propia y equitativa, como el tratar de reparar en algo, el daño causado.
Esto, lo llevó hasta su tío.
Cuando arribó a la casita del anciano, le
confesó lo que sentía como “su” culpa; para la que
no encontraba perdón posible.
Aquel monje, cuyo espíritu estaría poseso por el antiguo Abad,
indultó su pecado y aceptó la decisión de culminar con
su vida terrena, “desapareciendo”…
Durante esa noche, se internó en la selva, en las profundidades de la
“fraga”, exponiéndose como presa fácil a la avidez
de los lobos…
Ello impediría el reconocimiento de su cuerpo;
dejando sólo espacio a las suposiciones y en consecuencia, la familia
se vería resarcida de por vida…así como en su esperanza,
el acceso a la rehabilitación definitiva del más pequeño…
También expresaba, el reconocimiento del inmenso amor que me tenía,
y a través de su tío, rogaba mi perdón…
Si bien estaba conciente, que semejante daño, era irreparable…
Sentía el cuerpo totalmente vencido.
No sabía si en realidad, yo misma había deseado la destrucción
de Alfred.
En lo profundo de mi ser se confundían, el recuerdo de un gran amor,
las situaciones traumáticas que se dieron entre nosotros y ahora, el
saber que ya no le vería nunca más…
También, la sorpresa, pues lo que su tío me narraba, parecía algo escapado de las visiones de un demente…
Mis pensamientos volvieron a la realidad, cuando se acercó gateando, mi hijo menor, quien contaba ya con más de dos años de edad, pero aún no caminaba…
De todos modos, no estaba convencida del contenido de aquella carta.
Parte V
Un año después, dejé los niños
al cuidado del personal doméstico de servicio, que convivía en
nuestro hogar y emprendí un viaje al extraño y mítico lugar
de aquella leyenda…
El Monasterio de Caaveiro…
Circundado el magnífico paisaje, por un plan moderno de explotación turística, no obstante, pude contemplar la extensa e intrincada selva, donde resaltaban las ruinas del Monasterio, cercanas a otro, el de Santa María de Monfero, que cumplía por entonces, las funciones de alojamiento para turistas.
No encontré, ni la casita, ni la persona del tío de Alfred. A más, los habitantes del lugar no le conocían…
Tampoco advertían la presencia de animales
feroces en forma fehaciente, por aquellos lugares.
Mantenían el cuidado de no internarse en lo profundo de la “fraga”,
durante la noche. Pero ello constituiría, más bien un temor mítico,
rodeado de leyendas ancestrales…
O tal vez, a fin de no alejar el turismo, preferían negar o minimizar
la existencia del riesgo.
Pude observar el cañón, del bajo del
río Eume, que resulta especialmente llamativo a lo largo de unos 17 kilómetros,
comprendidos entre el muro de embalse también llamado “del Eume”
y la desembocadura fluvial en un estuario.
Finalmente, transité la pista forestal que bordea el río, arribando
a su desembocadura en la ría de Ares y en la localidad de Pontedeume,
ascendí nuevamente al tren que me había llevado hasta allí.
Nunca más tuve noticias relacionadas con Alfred…
Sólo me conectaba con él, el dinero que percibía mensualmente;
así como el rostro de los niños, que se le parecían mucho.
No obstante, también se perfilaban en ellos, rasgos similares a los de
mi padre…
Graciela María Casartelli
Unquillo, Córdoba, Argentina, diciembre de 2004.
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