La Pintura y El Librero
Autor :Roberto Carlos Canto García |
Las piedras del abismo me condujeron a las entrañas
del saber, alejándome para siempre de la cercanía del candor de
tu corazón,
una piedra que tropieza, una y otra vez con mis pensamientos impuros, corteja
paso a paso mi cansada ilusión, quebrada por las falsas
fantasías, que prometieron regalarme sin ninguna duda, el infinito amor,
destruía al sendero de la luz, haciéndonos portadores de la
magia del dolor y en los ojos negros, se podía ver la blasfemia de nuestra
oscuridad, recorriendo caminos llenos de espinas y de traición, que
se clavan sin piedad en la carne y en el alma, arrastrándonos a la maldición
de una mente enferma de perversión y de ambición... Pero
la historia no comienza así, permítanme narrarle desde el principio.
Haciéndole frente a todos los acontecimientos de mi disoluta vida; me
escapé del hoyo pernicioso de la compasión. La miseria se extiende
y se multiplica. No así como la desgracia que realmente busca la forma
de afectar todas las diversas formas. Aún creo a estas alturas, que el
mal es
una repercusión directa del bien, y que del placer surge la agonía
del dolor. Mi nombre con el que fui bautizado es Francisco Ortiz; el de mi
familia, no es importante. Existen en la tierra tan pocas construcciones que
sean tan antiguas, como mi lúgubre, sombrío y gris castillo
ubicado en quilá, a un lado de la hacienda santa rosa.
Toda mi descendencia, siempre ha sido llamada, gente con extraordinaria visión,
y con el coraje suficiente, para que nuestra voz sea
escuchada, en cualquier rincón de este mundo; y en más de alguna
rara o extraña situación, develamos algunos de nuestros más
oscuros secretos.
En el carácter de tan majestuosa construcción, con el aire gélido,
que se respira en el invierno, en el patio principal; en los adornos tan excelsos,
que maravillan a la vista, de propios y extraños; en todos los dormitorios,
en el calor que alegra los sentimientos, se encuentra la humeante chimenea;
en la pintura de incalculable valor, colgada en la simple pared y en fin, en
la serie de libros abultados, en ese rústico librero, hecho
en el siglo XII. El librero y la pintura contienen un secreto que solo yo sé,
y que he ocultado hasta ahora.
Recuerdo todavía cuando los adquirí de un desconocido. Era un
tipo, de estatura media, y en su rostro se dibujaba una cicatriz, que surcaba,
desde su ceja hasta su mejilla; tenia una cara inolvidable. En sí, todo
su aspecto era de clase media o burgués. Estaba de negro y en su coche
un mueble sobresalía de entre su equipaje. Por su dificultad para hablar
mi idioma, supe de inmediato que provenía de alguna parte de Europa.
Por su corte de pelo moderno y por su forma de vestir, creí que era un
jovenzuelo, pero fui engañado, distaba mucho de ser un joven.
Conversamos largo rato, me divertía mucho su dificultad para decir algunas
palabras y en otras su acento exagerado; pronto supe que
procedía de Florencia, Italia. Invité al hombre a pasar a mi castillo,
como cortesía de parte mía; se rehusó cortésmente
alegando que tenía
prisa y que no podía demorarse mucho. Con tono apresurado y exhalando
pesadez en sus palabras; como en este momento, lo estoy haciendo yo. –vendo
pinturas; bueno de hecho, solo vendo una, de toda mi colección- me dijo.
Contestándole de buena manera le dije: -En este castillo lo que sobran
son pinturas; algunas europeas como la Gioconda; incluso la obra
original del mejor pintor Mexicano de todos los tiempos Huriel Acosta, otras
de inagotable talento de Sir Álvaro Manjarrez; tengo también
algunas del famoso Marco Antonio Bobadilla y otras más de pintores ingleses,
que en cuestión de arte, no son tan buenos. Pasó como un
minuto de silencio y al rato me contestó: -Pues la que yo vendo no es
una pintura ordinaria, esta es una pintura extraordinaria, que tal vez
le pueda interesar.
Esta obra de valor incalculable, se la compré a un poeta francés,
que se llama charles Baudelaire; junto con aquel mueble, que viene arriba
del carruaje; cuando vivía en champagne. Abrió la puerta de su
carruaje, se metió hasta el fondo y al cabo de unos segundos, salió
con una
pintura, encerrada en un estuche de piel café; le quitó los seguros,
abrió el estuche y sacó la pintura. Sus dimensiones, apenas si
alcanzaba a
medir unos ochenta centímetros de largo y de ancho acaso algunos cincuenta
centímetros; lo tomé en mis manos. Era una pintura de bajo
relieve, pintada al óleo. No parecía muy antigua, más bien
daba la impresión de que acababa de pintarse recientemente, pero en la
esquina
inferior derecha del marco, estaba escrito Ángel O. Castillo, quizás
el nombre del artista y a un lado XII. Eso indicaba que en esa fecha probablemente
se haya pintado esta pintura. -¿Usted cree que sea del siglo XII? Pregunté
intrigado. –Pues eso fue lo que me aseguró el poeta
cuando yo le pregunté a él. Me respondió. Observé
de nuevo la pintura. Los marcos eran de madera ordinaria, como la de cualquier
pintura.
En sí la pintura era totalmente desconocida para mí, nunca antes
la había visto, ni mucho menos oído hablar de este artista singular,
sin
embargo, no tenía nada de sorprendente, como lo mencionaba el vendedor;
las técnicas utilizadas en la pintura, eran la de un amateur no profesional,
los trazos eran uniformes y la calidad de la imagen era muy precaria, eso sí,
lo único admirable, era que tenía un toque muy real.
Una sola figura de mujer abarcaba casi toda la pintura, a un lado, en su costado
izquierdo superior, se erigía una pequeña iglesia, pintada de
blanco marfil, con pequeños adornos, en las cornisas pintadas de color
rosa fucsia, y en su costado derecho superior, había un camino de caracol,
que emergía de un pequeño cerro; el rostro de la extraña,
usaba un vestido de color verde limón, que le llegaba hasta los tobillos,
su pelo agarrado por un broche en forma de estrella peinado hacia atrás;
vestido y peinado muy inusual y modernista; pensé yo.
–Pues no me convence, no le encuentro lo extraordinario por ningún
lado. Repliqué casi de inmediato. –Sabía que diría
eso, no se desespere y
ponga mucha atención. Tomó la pintura en sus manos y me dijo.
–Observe bien esta pintura, lo extraordinario, no está en la calidad
de los trazos;
vea bien a esta mujer, porque esta será la ultima vez, que la vuelva
a ver de nuevo en su vida. Con su afirmación, me intrigaba aún
más; no sabía a ciencia cierta, el porque de tanto misterio, ni
el porque de esa amenaza afirmativa, que aseguraba con gran entusiasmo en su
voz.
Observé fijamente el rostro de la mujer, una vez más, grabándome
cada detalle particular de la pintura. La metió de nuevo al estuche de
piel, puso
los seguros, y al instante los quitó y sacó de nuevo la pintura.
Totalmente desconcertado, no podía creer, lo que miraba. Ahora la pintura,
era un paradisíaco paisaje, con enormes pinos y hermosas cascadas, el
rostro había desaparecido, al igual que la iglesia y el cerro.
Metí la mano en el estuche, estaba vacío. Toqué la pintura,
una y otra vez. En vano busqué una explicación, no la había.
Convencido de que
no había un truco o de que se trataba de alguna ilusión. Le dije:
-Se trata de alguna ilusión óptica ¿Verdad? –La verdad,
no. Me dijo. Luego se agachó, un poco hacia mi oído, y me dijo
en voz baja –Cuando se lo compré a este poeta, me reveló
el origen de la pintura, me dijo que un
hechicero druída, la había pintado. Al principio, se pintó
a él mismo. No le gustó, lo que vio y lo borró, con su
magia, y la volvió a pintar de nuevo, ahora con el rostro de su bella
amada. La volvió a borrar, de nuevo la volvió a pintar; dicen
que al cabo de seis veces con esta misma sesión,
la pintura se borraba y se pintaba sola. El druída era nocturno. Solo
en las noches se inspiraba. Por eso al llegar la oscuridad la pintura cambia.
Se dice también, que el druída y su amante fueron atrapados por
la pintura, inmortalizándose eternamente. Su dueño, el poeta,
vio en la pintura
de las pinturas, una inspiración, para sus letras prohibidas. Cayendo
hasta lo más bajo; las personas no podían leer sus poemas, sin
estremecerse e intoxicarse con su letal maldición.
También adquirí, aquel librero de este hombre; cuando estábamos
haciendo el trueque; el hombre estaba desesperado por deshacerse de esto; por
eso me lo dio a un precio muy razonable. –Quiere probar de nuevo con la
pintura. Replicó. -Por supuesto que sí. Le dije, aún con
asombro, por
todo lo que me había contado. Abrí lentamente el estuche y metí
la pintura de nuevo. La cerré y la abrí de inmediato.
–No puedo creerlo, esto no es cierto. La pintura había cambiado
de nuevo. El vendedor, se agachó de nuevo y me habló en secreto.
–Es cierto, es
real; créalo. Cada noche se develará una nueva pintura, bajo la
luz de su penumbra. Tendrá un número infinito de pinturas, durante
el resto de
su vida. El tiempo y el espacio, están en cualquier punto de la pintura.
Y en estas obras, le serán reveladas, los misterios más insospechados
por la humanidad.
Tanta filosofía oscura, me estaba dando mala impresión y traté
de aclararlo de inmediato. -¿Cree usted en dios? –Claro que sí,
creo mucho en él. Siempre cumplo con sus mandamientos. Acaso cree usted
que yo, le he robado al francés su pintura satánica. La compra
y venta fue justa, el necesitaba dinero y aún mas importante, el quería
deshacerse lo mas pronto posible de estos objetos. Le afirmé, que lo
que había hecho era justo.
Que aunque, la cantidad fuera muy poca, si el dueño estaba de acuerdo;
entonces no representaba ningún problema; para cambiar de tema, le pregunté,
que porque llevaba tanta prisa, que si estaba viviendo en este pueblo. Me respondió
que dentro de unas cuantas horas, tenía que estar
en el puerto, que ya llevaba dos años viviendo en Quilá, pero
que ya era hora de regresar a su patria. Aún cuando vivía cerca
de Quilá,
pocas veces había ido al pueblo, es por eso, que no, nos habíamos
visto anteriormente.
Mientras conversábamos, yo continuaba sacando y metiendo la pintura en
el estuche. Disfrazando mi entusiasmo, con un tono de falsa
indiferencia, le pregunté -¿Qué piensa hacer con ella,
la piensa vender al museo nacional de arte de Culiacán? –No, ellos
no valorarían este
extraño y seductor espécimen; lo único que lograría
es crear un caos, en la ciudad. Se lo ofrezco a usted. Me respondió;
sacando cuentas, en
una libretita, escribió una cantidad y me la enseñó.
Yo le respondí, sinceramente, que la cantidad era demasiado elevada,
aún para mí y me quedé meditando. Después de unos
instantes ya había planeado mi respuesta. –Que le parece si hacemos
un trato justo para ambos- Le comenté. –Usted compró esta
pintura por un precio muy bajo,
casi regalado; le ofrezco veinte veces más, de lo que usted pagó
y aparte la pintura de Huriel Acosta, en marco de oro, que ha sido herencia
de mi familia por muchos siglos.
-¡A Huriel González Acosta!- Repitió emocionado. –Sí,
el mismo. Le ofrezco todo eso por la pintura y el librero. –Está
bien, de acuerdo.
Me dijo.
De inmediato me fui a la sala principal, sacando una pequeña caja de
metal, saqué y conté el dinero y de paso descolgué la pintura
y se lo
entregué. Tomó el dinero en sus manos y se lo echó al bolsillo
sin contarlo siquiera. Agarrando la pintura la empezó a estudiar con
sumo
detalle, como todo un crítico de arte. –Perfecto. Me dijo. Yo estaba
a la defensiva, llegué a pensar que regatearía más, sin
embargo no lo hizo.
Pero después llegaría a comprender realmente el motivo de su visita:
venderme a mí la pintura y el librero.
Conversamos un rato más, sobre su cultura y sus tradiciones, hasta que
se fue. Nunca más lo he vuelto a ver, tal parece que ya no volvió
a
regresar y menos aún recuerdo su nombre, solamente la cicatriz en su
rostro. Al principio había pensado en arreglar una parte de mi biblioteca
especialmente para la pintura y el librero, pero sabía que sería
muy egoísta de mi parte, ocultarla en mi biblioteca, por lo que por fin
resolví utilizar el mismo espacio que ocupaba la pintura anterior, cerca
de la chimenea, para que todo el mundo la viera y ahí mismo acomodé
también el librero.
Estuve despierto toda la noche, no podía conciliar el sueño; no
podía creer todo lo que había pasado esta tarde. Pensando que
tal vez era una fantasía. Me levanté antes de que saliera el sol,
caminé hasta la sala principal y encendí el foco. Ahí estaba
la pintura de las mil maravillas
junto al librero, volviéndome a sorprender de nuevo, apagué y
encendí unas cuantas veces más el foco, y cada vez que se encendía
el foco,
la pintura me mostraba un paisaje, un rostro o una estructura totalmente diferente.
Me mostraba fiestas diferentes o familias muy antiguas.
Al principio y con gran recelo mostraba la pintura. De la felicidad y el júbilo
de poseer tan valioso objeto, pasé a la incertidumbre y al miedo,
de que quizás más de alguno quisiera robar mi más preciado
tesoro, por lo que prohibí la entrada a la sala principal a todo mundo;
incluyendo visitas, familiares y hasta propios empleados de confianza; nadie
podía entrar excepto yo. Mandé poner una puerta de un poderoso
material
en la entrada y el único que poseía llave para entrar o salir
era yo.
Poco después me entró la inquietud de que quizás la pintura
no tenía un número infinito de imágenes o paisajes diferentes.
Analicé cada
milímetro de toda la pintura, comenzando por el marco; en una búsqueda
exhaustiva de algún truco o engaño. Pero no, no lo había.
Dejé de visitar a mi familia, y a mis amigos los olvidé por completo.
Tan obsesionado estaba con la pintura, que compré una cámara y
empecé a tomar fotos a cada distinta imagen. Tomé más de
cinco mil fotos. Pude darme claramente de que nunca se repitió una sola.
No dormía, escasamente comía. Vivía esclavizado a la pintura,
hasta en mis sueños y pesadillas, cuando me vencía el sueño,
podía
distinguir a la pintura, que me llamaba.
Las hojas de los árboles caían sin cesar, miles de ellas bañaban
en matices de colores a la tierra húmeda, acogiendo su destino en un
ir y venir de soplidos que ululaban cada atardecer y yo apenas comenzaba a salir
de mi soñoliento anochecer y por vez primera pude comprender que estaba
atrapado bajo el embrujo de la pintura y que me había convertido en una
bestia de aspecto humano y que bajo la oscuridad de las sombras se
ocultaba la criatura sedienta, que indagaba con ojos, manos y pies la luz resplandeciente
del dolor y sufrimiento que me empapaba hasta el
último de mis sentidos tan solo por ver de nuevo a aquella pintura maldita,
aquella que robaba la carne de mis huesos y el agua de mis entrañas.
Supe hasta ese momento que el objeto que me extraía la energía,
era una obra maligna, que me postraba bajo el yugo de la perversidad obscena,
que atacaba mis pesadillas en la incoherente realidad.
Traté de destruirlo, una y otra vez, pero mis esfuerzos eran en vano;
siempre aparecía colgado en mi pared; sentí que la solución
no era esa;
surgió de mí, la idea de donarlo a una institución de arte,
donde ellos se hicieran cargo de ella; esta institución se encuentra
en el centro de
la ciudad de Quilá; ahí tienen almacenados más de trescientas
mil pinturas; una más, ni notarían su presencia ni mucho menos
su maldición. Aprovechando una mañana soleada, que había
un evento; para ir a hacer mi donación, con pintura y librero en mano,
aproveché la distracción
de todos para meterme hasta el fondo, siguiendo un pasillo que hacía
una curva en forma de U, hasta llegar a una galería que parecía
muy abandonada por su aspecto lleno de polvo y telarañas, y con olor
a humedad, y ahí entre un montón de pinturas arrumbadas, arrojé
la pintura y el librero.
No quise saber más y salí apresuradamente. La calma ha vuelto
a mi casa. Tumbé la puerta que me aprisionaba y la sala volvió
de nuevo a la
vida. Hoy en la tranquilidad, pienso que ni por error vuelvo a comprar algún
objeto desconocido. Y ni muerto pienso volver a pasar por aquella institución
de Quilá.
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