Demasiados años de soledad

 

Habían pasado demasiados años de soledad. Mi vida se circunscribía a la escuela y mis alumnos, que llenaban un inmenso espacio de lo cotidiano, pero dejando siempre vacía esa partecita del corazón, que está reservada a una pareja.
Tal vez mi madre fue demasiado estricta conmigo y por demás castradora… la realidad es que no me animé nunca a acercarme a nadie del sexo opuesto y cuando alguien trató de insinuárseme, le “saqué corriendo”, como si se presentara una insinuación obscena…
En mi imaginación y en el cuarto nocturno, siempre había alguien ocupando ese lugar; que nunca fue real.
Por allí, mientras procuraba la mejor apariencia para ir al colegio, en el espejo, podía ver cómo mis facciones habían ido cambiando. Primeramente de niño a adolescente, luego a joven, luego a adulto…ahora, las primeras canas se dejaban ver, algo caprichosas, algo mezquinas.
Tenía cansancio de ese transitar monótono. Las lecciones de geografía, el globo terráqueo, los mapas… lugares que nunca conocí personalmente, pero que sabía de memoria desde su ubicación en las cartas, hasta los ríos que les surcaban, sus capitales, cantidad de habitantes, lugares históricos, en fin…
Era invierno, cuando decidí emprender algo distinto. Pedí la correspondiente licencia, sólo por un mes, tratando de asegurarme la subsistencia y el regreso. Eso sí, todo, en orden y sin sobresaltos.
Hablé por teléfono a mi hermano, pidiéndole (a lo que accedió), que viniera diariamente a mi departamento a darle de comer a los aproximadamente cinco animales domésticos que allí tenía y regara las treinta plantas en macetas, que celosamente cuidaba. Habían sido mi compañía durante los últimos quince años.
Conté la cantidad cabal de días que me llevaría aquel escape, incluyendo los de viaje.
Preparé tareas a mis alumnos, para que exactamente cumplieran con el cronograma de estudio, a pesar que vendría un profesor suplente en mi ausencia.
Veinte veces repasé el listado de elementos a llevar en el viaje y otras tantas, cómo dejaba cada cosa… desde la cuenta de luz, la ropa colocada a la perfección en los cajones del ropero, alimentos de té, para cuando mi hermano viniera a realizar los cuidados que le había pedido, la regadera para las plantas, las medidas de comida de los animalitos, calculando cada día hasta mi regreso… El tiempo se me hizo corto con tantos preparativos… A más, revisé innumerables momentos las cosas que debía llevar: el pasaporte, dinero, pasajes, etc.…
Hasta dejé recado en el bar de abajo, para que a mi regreso en día y hora, me alcanzaran una pizza; así no perdía tiempo en buscar algo para comer y el día siguiente me presentaría en la escuela…

Partí. Finalmente, se trataba de ¡mi aventura! Todo había sido dejado en perfecto orden, así que ahora, podría disfrutarla…

El “gordo” sentado en el asiento de atrás roncaba sin consideración… El avión se bamboleaba…la azafata estaba lejos… ¿Pasaría algo? ¿Habría una tormenta en el mar y no querían anunciar nada a los pasajeros para no causar pánico? Comencé a sentir una transpiración fría que bajaba por mi mejilla. El aire faltaba… ¿no bajarían las máscaras de oxígeno a tiempo? ¡¿Qué estaba haciendo allí?!
Atiné a tomar la bolsita, en el asiento de adelante para devolver mi última comida…aunque sólo había sido un té…
Ya no soportaba aquel encierro, en la incertidumbre de la nada, sobre un mar inmenso y lejano que divisaba tras la ventanilla y la pantalla gigante de televisión colocada en frente, donde podía ver una flecha, el simulacro del avión y de las costas y el cartel “usted está aquí”. Más temor me producía saber que estábamos a tantas millas del conocido y seguro suelo y nosotros, volando allí en el cielo sin ningún seguro ni protección. ¿Cómo podía ser que ningún otro pasajero advirtiera el peligro? ¿Cómo las azafatas que también estaban arriesgando su vida, anduvieran de un lado a otro, con una sonrisa en la boca? No podía entender nada.
Me sorprendió mucho cuando por los alto-parlantes advirtieron que los pasajeros ajustáramos los cinturones para arribar a tierra, cuando los míos habían permanecidos en ese estado, sosteniendo mi exhausto cuerpo tenso, que no sabía hacia dónde menearse.

Totalmente confundido, busqué mi equipaje en esa cinta que giraba loca en la sala del Aeropuerto.
Aún no entendía cómo había emprendido aquella aventura desconocida ni sabía cómo podía terminar, con todo el miedo que ello me producía.
Jadeante, decidí apacentar un poco en un bar, donde veía algunas personas tomando un trago. La travesía había sido demasiado para mí.
Ya reconfortado, tomé un taxi y con fuerza desusada a mi costumbre, proferí un grito al chofer para decirle que quería ir a un hotel barato, pero limpio y bien atendido…
- ¿Bien atendido, no?
Llamó mi atención la sonrisa en el espejo del conductor, ante mi pedido. Había un dejo de “cómplice” en ella, que no entendía.
Estacionó en un lugar casi oscuro, apenas iluminado con luces de colores que se veían trémulas en largas veredas, perdiéndose en lo profundo de la calle.
-¿Dónde estamos?, pregunté.
- Donde me pidió, Señor.
Tomando ánimo y sin querer demostrar que estaba más confundido que nunca, le pagué, y salí airoso hacia la vereda. Una mujer en penumbras, más alta que yo, me recibía con una sonrisa.

-¡Hola! ¡Soy Juanuca! Te estaba esperando, cariño…

Realmente no entendía nada. ¿Hacia dónde me había llevado aquel hombre? ¿A un burdel?

Minutos después, sin ropa y entre sábanas, me encontraba con una bella y deshonesta mujer, haciendo el amor.

Luego me dijo, bastante triste y en voz baja:

- Tienes que pagar, en la entrada, un servicio…

Pero yo, no quería irme de allí. Aquel cuerpo y ese calor… es lo que siempre había soñado en mi soledad, en mis noches ausentes, en aquel dormitorio de mi departamento…

-¡Juanuca! proferí… eres la mujer que siempre soñé…

-¡Otro “servicio” más! ¡¿No?!

-“No sé. Sólo tú”, respondí.
- “Tú estás loco… ¡Vete ya!”

Salí del lugar, sin saber a dónde me dirigiría y transité muchas calles desconocidas, con mi valija en mano. Estaba cansado de caminar, cuando divisé una torre de iglesia algo iluminada. Me imaginé se ubicaría en alguna zona con mayor cantidad de gente y llegué hasta allí. Luego pude ubicarme y encontré una posada no del todo a mi gusto, pero es lo que había para recobrar fuerzas.

Los días siguientes visité museos, fui por todos los lugares históricos, conocí cada rincón de la ciudad, lugares donde se congregaban los religiosos, los jóvenes, los pedigüeños y los no santos…Optaba por alimentarme siempre en el mismo bar y en la misma mesa y hasta empecé a sentir familiar aquel lugar; al punto que comencé a preguntarme cuáles eran las diferencias con aquel de donde provenía.

Ese sábado mi mesa fue atendida por una muchacha nueva; rondaría los veinticinco y sin embargo se peinaba con dos trencitas, lo que la hacía más joven. Su semblante lucía rosado, resaltando en él, sus bellos ojos color gris claro y una mirada ingenua. Sentí impulsos por conocer de quien se trataba y sonriente, me dijo su nombre y señaló una casita que se divisaba desde la mesa, donde vivía con sus padres.

- ¿Qué te está pasando, Tomás?...Me dije a mí mismo… ¿Fue el viaje, el avión, el burdel, tanta caminata…? ¿Tantos años de soledad? No lo sabía.

Estaba anocheciendo, cuando sentada afuera, parecía esperarme. Me senté a su lado y conversamos largamente. De geografía no conocía absolutamente nada y de mi lugar de origen, menos.

Los días subsiguientes se escaparon como si hubieran salido de un presidio.

Ella significaba mucho más que una aventura para mí…me había enamorado y comencé a sentir la opresión propia de ese estado, que no me permitía pasar alimento por la garganta así como percibí el gran temor, de que luego, la perdería para siempre.

El temor se hacía realidad ante la inminente fecha de regreso, escrita en mi boleto de avión. Nuevamente el sudor frío en mi rostro, cuando miraba y volvía a mirar la fecha. ¡Qué haría! Decidí hablar seriamente con ella.

Se sorprendió mucho cuando le confesé mis sentimientos, pues en realidad ni se lo imaginaba. ¿Es que por respetarla como a una dama, esto me iría en contra? No, con simpleza expresó que no sentía lo mismo y en cambio le agradaba otra persona. ¿Cómo podía decirlo con esa sencillez, cuando me estaba partiendo el alma?

Al día siguiente, cambié el pasaje de avión, sin importarme perder una suma de dinero para una semana después. Estaba dispuesto a luchar por alguien. Era la primera vez que lo haría. Valía la pena.

Volví por la tarde a la casita y me atendió un hombre mayor, debía ser su padre.

- ¡Ah! ¡Busca a Elina!... No, ella consiguió trabajo en un bar de Torrecillas, a unos 100 Kilómetros de aquí, se fue esta mañana.

- No, no sé de qué bar se trata. Torrecillas es grande… si vuelve en unos quince días, seguro que regresará a visitarnos…

Hablé a mi hermano, para avisarle de la demora en el regreso, pero el mensaje del contestador telefónico me advirtió que también había debido viajar por razones de trabajo.

Me sentía desolado y desesperado…

Esos días parecieron los más tristes de mi historia. Ni siquiera tenía deseos de leer algún periódico, nada. Más bien, pasé horas quieto, sentado en la arena, mientras veía, ir y venir las olas, oyendo el ronquido monótono del mar… No lo veía bello ni tampoco ya me llamaba la atención.
La primera vez que decidía comportarme como un hombre común…Enamorarse de una mujer… Dejar de ser sólo el profesor rígido que vivía en función de su trabajo y de sus alumnos. ¡Qué va…!

¿Qué había significado para ella las múltiples atenciones que tuve? Mis miradas cuando al mediodía, sonriente me servía el almuerzo y a escondidas le guiñaba un ojo… Hasta me había animado a tirar suavemente de sus cabellos, cuando pasaba entre las mesas, exhibiendo su belleza juvenil y elegante.

No era nadie. Para ella no significaba nadie de importancia. Le habría concedido más crédito, posiblemente a alguien sin ninguna cultura, tal vez más joven…Parecía algo inexplicable.


Llegó el día de volver. Puse las ropas, apelotonadas, como pude en la valija. Apenas me aseé, dejando la afeitada del rostro para el regreso. No tuve miedo en el vuelo y en realidad si padecíamos algún accidente, no me interesaba. Estaba entregado.

Cabizbajo, llegué al edificio. El portero advirtió que mi gato y mis pájaros se habían ido, pues mi hermano en su última visita, hacía una semana, no tuvo precaución con el cierre de la ventana del balcón y habría dejado abierta la jaula de los pájaros. Tal vez fue mejor así, porque habrían muerto de hambre y de sed.

Después de todo, nunca había tenido un imprevisto…ni dejado nada al azar. Seguramente esperaba mi regreso el día anterior a su viaje y pensaba dejarme la llave y decirme las novedades. Ni yo, había contado que mi vida sufriría un desbande semejante.

Tras la puerta del departamento, sólo había polvillo y las macetas mostraban hojas y plantas secas. La jaula de los pájaros estaba vacía, el balcón abierto y una sensación de abandono invadía el lugar.

Tiré la valija que se abrió en el suelo y salieron como catapultadas hacia los costados, un montón de ropas sucias ahora tiradas y me dejé caer en la cama que había dejado tendida, antes de partir.

Graciela María Casartelli
Unquillo, Córdoba, Argentina, noviembre de 2004.

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