Autor: Iván Aarón (Chile)
No sé cómo fue que mi padre me autorizó
para pasar la noche del año nuevo en la casa de mi primo Lenín,
muchacho de mi misma edad,
con el cual estudiaba en el mismo curso del Liceo de Hombres de Viña
del Mar. Era el final del año 1952 y yo recién había cumplido
catorce años. Me faltaba mucho, según los cánones de entonces,
para pasar una fiesta así lejos de mi familia.
Mis padres tenían unos amigos en el Cerro Cordillera de Valparaíso
y estaban invitados a pasar esa noche con ellos. Iban todos:
mi padre, mi mamá y seis de mis hermanos. Los otros cuatro ya estaban
casados. Éramos once hermanos en total.
Tan pronto como mi familia salió yo me fui andando hacia la casa de mis
tíos en el cerro Las Colinas de Viña. Tras unos veinte
minutos de caminar, me reuní con ellos.
En ese entonces esa noche era como mágica. Vestíamos nuestros
trajes domingueros, camisa, corbata, zapatos brillantes
y esperábamos robar algún beso a alguna niña al abrazarla
para desearle que empezara un buen Año Nuevo.
Y las esperanzas estaban bien fundamentadas: cerca de
la casa de Lenín había varias amigas de él, alumnas del
Liceo de
Niñas de Viña del Mar, que ya le habían sido previamente
presentadas.
Cenamos con mis tíos como a las once de la noche y luego, a las doce,
los tradicionales abrazos entre todos.
De ahí a saludar a las amigas. No pasó nada especial. Ni un beso
robado, sólo abrazos y sonrisas. Después de unos cuantos
minutos de conversación en la puerta de su casa, nos fuimos de regreso.
Mi primo era muy aficionado a hacer experimentos eléctricos:
había armado dos radios que funcionaban con una piedra
galena, que permitía escuchar con audífonos las emisoras más
potentes que esa noche, en forma especial, transmitían hasta
las dos de la madrugada. Así es que ahí nos quedamos escuchando
música. Terminaron
los programas y seguimos conversando,
mientras mirábamos hacia la bahía de Valparaíso. Aún
surcaban el cielo algunos fuegos artificiales de esos que se elevan muy
alto antes de estallar, conocidos como “voladores”.
De pronto, allá sobre Valparaíso, a unos quince kilómetros
de distancia nuestra surgió un resplandor. Pudimos apreciar una claridad
que
se mantuvo largo rato. Luego aparecieron unas llamas que, vistas desde tan lejos,
parecían elevarse unos tres o cuatro centímetros sobre
el horizonte
— Parece que hay un incendio. — Dijo Lenín.
— Así parece. — Dije. — Pero no es en Playa Ancha.
Si fuera allá no lo veríamos.
— Claro que no.
Las llamas se mantuvieron vivas durante bastante tiempo. Entonces Lenín
se puso los fonos y trató de sintonizar alguna emisora
en la radio galena. Pero no logró escuchar nada. Mientras tanto las llamas
seguían aumentando de tamaño.
Pasado las tres de la mañana escuchamos una explosión tan fuerte,
como nunca habíamos oído antes.
Y vimos las llamas que parecieron elevarse hasta lo más alto del cielo.
Mi angustia no pudo ser mayor.
Pensé en mi papá y en mi mamá,
en mis hermanos que estaban en Playa Ancha y en mí, que
me había quedado acá por una simple tontera, que no tenía
ninguna importancia.
Poco después el ulular de las sirenas de los bomberos de Viña
del Mar se hizo oír en el silencio de la noche.
Iban hacia Valparaíso. El resto de la noche lo pasamos en pie, sin saber
qué había sucedido.
Tan pronto como aclaró el día me fui
a mi casa. Allá no había nadie. Y ahí me quedé esperando…
Como a las ocho de la mañana llegó
mi familia. Los abrazos de año nuevo fueron más de desesperación
que de alegría.
— Nos demoramos en llegar porque el tránsito en Valparaíso
está desviado. — Me dijo mi padre. — Se ha producido una
tragedia en la avenida Brasil. Última vez que usted se queda solo para
irse a ninguna parte.
— Si papá.
Ese día fue un día triste. Las radios tocaban música seria.
Las noticias eran cada vez más alarmantes.
Poco a poco fui entendiendo lo que había sucedido:
Un cohete volador encendido había caído sobre los castillos
de madera apilados en el patio de la barraca “Schulte”, ubicada
en la Avenida Brasil 2069. Así se inició un incendio.
Muchos voluntarios del Cuerpo de Bomberos de Valparaíso abandonaron las
fiestas que había en sus casas, en clubes
o donde sus amigos y concurrieron a sus cuarteles al llamado de comandancia.
La barraca que se incendiaba colindaba con las instalaciones de la entonces
Dirección de Caminos (Hoy Dirección de Vialidad).
Esa Dirección de Caminos tenía un polvorín ubicado en Quebrada
Verde, fuera del radio urbano, donde guardaba el material
de explosivos que usaban para hacer sus trabajos. Pero, por alguna razón
que desconozco, ese día se habían depositado en la bodega
colindante con la barraca varias toneladas de dinamita, veinte cajones de pólvora,
unos doscientos fulminantes y muchos tambores
de petróleo, parafina y bencina. Lo único que sé es que
esos explosivos no debían estar almacenados allí.
Los bomberos trabajaban atacando el incendio desde escaleras telescópicas
sobre esa bomba de tiempo que estaba debajo de ellos.
Y nadie les advirtió que ese material estaba
guardado allí por temor a quien sabe qué sanción. Entonces,
el calor producido por
el incendio hizo quemarse la pólvora y esta provocó la explosión
de la dinamita. Eran las 03: 04 horas del 1 de Enero de 1953.
El día 2 de enero de ese año mi padre me llevó a Valparaíso,
para que viera los destrozos habidos. A varias cuadras antes de llegar
al sitio de la explosión no había un solo vidrio en las ventanas.
Las cortinas metálicas de las muchas casas comerciales que allí
había estaban hundidas, cual si un puño gigantesco las hubiese
golpeado, cortando los candados que las unían al piso.
Las palmeras de la Avenida Brasil al llegar a la calle Blanco habían
sido cortadas en sus cúpulas y, sobre esos troncos desnudos
y chamuscados aún se veía trozos de los uniformes de los bomberos
que murieron tratando de apagar el incendio que
produjo la catástrofe.
Esta tragedia hundió en el dolor a centenares de familias de Valparaíso.
Después de ver tal desastre fuimos al cuartel
de la Compañía Británica. Allí había varios
ataúdes sobre los que yacían cascos
deformados que habían pertenecido a los voluntarios fallecidos.
Según el historiador porteño Archibaldo Peralta, "aquel trágico
amanecer del 1 de enero de 1953 ha sido el peor de los incendios
en Valparaíso".
Fue un infierno que cegó la vida de 50 personas, de las cuales 36 eran
voluntarios de las diversas compañías de bomberos.
Hubo además 320 personas heridas.
El Presidente de la República de entonces, el General Carlos Ibáñez
del Campo, decretó duelo nacional por tres días y
junto con visitar a los heridos, presidió los primeros funerales.
Y yo nunca más pasé un año nuevo lejos de mis padres, mientras
la vida así me lo permitió.
El fondo es gentileza de Lady Tesy Design