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APOSTÉ...


Aposté a la alegría.
Al perdón.
Al reconocimiento.
A la defensa de la vida.
A la niñez con juguetes.
Al compromiso de los grandes.
A los valores intactos.
A la palabra.
Aposté al amor por la vida.
Al amor
A la vida.
Ester Faride Matar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL INMIGRANTE...

 

 

Lo llamaban el extranjero.

El turco.

El loco.

Vino del Líbano decía la gente del pueblo.
Era pariente de una familia de Sierra Colorada, también con descendencia árabe.
Pero distinto a todos.
Usaba babuchas (sandalias), túnicas largas y un turbante oscuro cubría su cabeza.

Yo era muy chica y en la época de la niñez, las cosas, los hombres y las circunstancias siempre se magnifican.
Llegó una tarde de abril en tren.
Nadie lo esperaba y balbuceando muy pocas palabras en español, preguntó por sus “barientes”.
Pocos entendieron que no era loco.
Él era extranjero.

Venía de lejos.

Sus grandes ojos verdosos llamaban la atención y su mirada, a veces desconfiada, se detenía en cada casa, en cada auto,
en cada esquina. Interpretaba que para sentirse seguro del lugar, debía amigarse hasta con los silencios que en forma permanente
envolvían la cámara celeste y límpida del pueblo.

Es lo que más amó en ese tiempo prolongado que vivió en el sur.

Atesoró el aire puro y sin contaminación que el ambiente le ofrecía.

Nos llamaba la atención su elegancia y su andar.
Sin preocupaciones.
Sin prejuicios.

Se dedicaba a observar.
A caminar por las polvorientas calles sin asfalto.

Y saludaba con sus manos haciendo una figura que partía desde el pecho, se detenía en la boca, en su frente y terminaba
señalando al transeúnte. Era el saludo árabe.
Para nosotros, los niños (niños de aquella época...) era algo así como un ser de otro mundo e inventábamos las ganas de
comer galletitas para ir a comprar al almacén de los Mussi, porque justamente ahí se hospedaba el inmigrante.
Demás está en decir que el inmigrante nunca reparó este hecho, él tenía 30 y nosotros 8 o 9 años y era hermoso.

Aristocrático.

Distinguido.

-Vino de oriente porque falleció su hermano, comentaba la gente.
-¡de oriente! Repetíamos nosotros mientras nos imaginábamos que en esa misma tierra habían vivido nuestros abuelos.

Y una mañana cuando salimos del colegio, este señor departía amablemente con muchos hombres y entre ellos, estaba mi abuelo.
Orgulloso, con traje, corbata y zapatos de charol dando la bienvenida e invitando a su casa al oriental.

-¡qué grande que es el abuelo! Decíamos una y otra vez.

Era la oportunidad justa y necesaria para ver de cerca al oriental, escuchar su voz y durante todo el día nos preparamos
para pedir permiso en casa e ir a la casa del abuelo. ¡No podemos dejar de ir! manifestamos a nuestros padres, es la única
oportunidad que vamos a tener para estar al lado de ese señor.

-Primero los deberes, repetía mi madre. ¡los de-be-res!

-Son chicos y molestan; acentuaba mi padre.

Y ante tanta insistencia, el que primero accedió fue mi papá, seguramente porque entendió nuestra desesperación y se sintió
orgulloso que sus hijos se interesen por la sangre que corría por las venas de su propio padre.
Yo escuché discutir entre ellos.
No me molestó, al contrario, la vehemencia manifiesta de mi papá me gustó y hasta pensé que era la persona ideal para
patrocinarnos en esta locura de compartir un momento la visita del inmigrante a casa de mi abuelo.

Recuerdo que ese día salimos del colegio, hicimos los deberes rápidamente, que con el correr del tiempo, entiendo que disimulamos
abrir y cerrar los cuadernos para evitar reprimendas de mi mamá que a ciencia cierta, nos fastidiaba. Y mucho; porque sabíamos cuando
comenzaba pero nunca cuando finalizaba...

A ella siempre le interesó el estudio.

Creo que no llegó a entendernos en ese instante, que no comprendió la inquietud, la incógnita, el misterio que representaba
para nosotros tocar las manos, mirar los ojos de muy cerquita del oriental y escuchar su conversación con mi abuelo.

Llegamos de sorpresa y en la amplia galería que protegía la entrada de la casa del abuelo y ante una mesa con mantel blanco,
copas y comida, estaban todos los señores invitados, formalmente sentados y en la punta de esa misma mesa, el agasajado se
imponía con su turbante color azulino.
De gala. Y un aroma a tabaco fino se esparcía por el aire, que saliendo de
un argil apoyado en un taburete de madera, conformaba un paisaje inusual y exótico... nunca visto...

Hablaban en árabe, se reían, se entendían...

Yo miré de frente a mi abuelo y lo besé con la mirada.
El interpretó mi intriga y mi admiración y conteniendo las lágrimas
nos presentó como sus nietos.
Sí, contuvo las lágrimas por su machismo. Por su origen libanés. Porque era hombre y los
hombres nunca debían llorar.

-¡Mis nietos! reiteró el abuelo y el oriental balbuceando palabras raras, nos extendió sus manos
acariciándonos el cabello. Recuerdo que contuvimos la risa, ellos se dieron cuenta porque éramos niños y nos tapamos la
cara para no largar tremendas carcajadas.

¿Qué dice este señor?... ¿Qué dice? y el abuelo, seguidamente nos mandó a casa.

Si nos mandó... pero sin hablar. Únicamente con la mirada.

Como hacía siempre.

Y comentó al pasar... ¡vienen a saludar!

Son niños.

Nuestra estadía con el oriental duró instantes. Pero fue mágico.
Tan mágico que han pasado 40 años y aún lo llevo prendido en la memoria.
El oriental se fue del pueblo llevando consigo a su cuñada y a sus sobrinos.

Nunca supimos qué pasó con ellos.

El oriental nunca regresó al pueblo.

Su cuñada y sus sobrinos tampoco.

Pero era inmigrante y extranjero.

¡No era loco!

Autor: Ester Faride Matar
VIEDMA-RIO NEGRO (ARGENTINA)
http://www.esterfaridematar.com.ar

Musicalización: Cascanueces "Danza árabe" mid


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