La Conquista
COMO TODOS LOS DIAS Julio César Marín
fue el primero en llegar al campus universitario.
Embutido en sus pensamientos y en un terno azul de fina gabardina, apenas lograba
traspasar la puerta
principal redoblaba sus cortos pasos para llegar raudo hasta el local de la
biblioteca central.
Llegaba temprano y caminaba deprisa porque detestaba encontrarse con los empleados
y profesores antiguos
de la universidad. Solo ellos se atrevían a llamarlo por su nombre y
algunos hasta lo ninguneaban.
Sin embargo los catedráticos jóvenes y los alumnos, más
educados ellos, le llamaban doctor Marín.
Por eso a ellos los atendía personalmente y con deferencia.
Sobre todo a las alumnas a quienes hasta se ofrecía asesorarlas de manera
graciosa.
Julio César tenía 59 años de
edad y 38 trabajando en la universidad donde, al culminar sus estudios
secundarios, ingresó como portapliegos. Luego, en el mismo centro de
estudios se licenció como bibliotecario
y en archivo. Después de graduarse y realizar un año de práctica
en la misma universidad, fue contratado
como asistente. Empezó encargándose del cuidado y revisión
de los anaqueles antiguos que albergaban
ediciones incunables.
Desde muy joven se mostró diligente, atento y solícito con sus
jefes de turno.
Aunque no fumaba, usaba encendedor para prenderles el cigarro y conocía
de las horas en que tomaban café o almorzaban que, por coincidencia era
la misma hora en que él también acudía al cafetín
de la universidad.
Y hasta tenía una mesa reservada, previa propina al mozo, próxima
a la de su jefe.
Además de ser un acucioso lector, Marín estudió numerosos
cursos sobre la temática bibliotecaria
pero sobre todo, su dominio de idiomas extranjeros hizo que escalara posiciones
hasta llegar a ocupar
la jefatura de la biblioteca de teología de aquella exclusiva universidad
limeña.
Pero también empezó a mimetizarse con los ademanes, posturas y
gestos de sus superiores hasta llegar
a adoptar un exagerado aire doctoral que ahora lucía dentro y fuera de
la universidad. Incluso en su barrio
lo llamaban “doctorcito”. Pero lo que motivaba la mofa de quienes
lo conocían, era la engolada voz y el
rebuscado vocabulario a los que recurría cuando intentaba seducir a cuanta
dama tuviera delante.
Por su carácter alegre -era un eximio bailarín-
y sobre todo por su generosidad en sus aportes para el éxito
de las fiestas de su vecindad, Julio César participaba en la mayoría
de las celebraciones.
Sin embargo en los últimos ocho meses casi no se le veía, situación
que mantenía intrigados a sus amigos.
Pocos sabían que cansado de la rutina de las reuniones en su barrio,
los fines de semana, salía de noche y regresaba en horas de la madrugada,
siempre acompañado de una mujer diferente. Diferente como
la llamativa ropa que lucía en sus salidas nocturnas.
. . .
Después de permanecer más de doce horas en el trabajo, Luciana llega a su casa.
Antes de entrar, abandona su postura de jefa del
departamento de seguridad de un importante centro
de estudios superiores e ingresa la otra mujer tan diferente a la profesional,
paradójicamente
insegura e indecisa.
De joven, la vida de Luciana fue una permanente
una fiesta. Era, además de excelente bailarina,
ingeniosa e inmediata en sus respuestas, generalmente preñadas de palabras
con doble sentido.
Tenía un carácter alegre y siempre era invitada a cuanta reunión
hubiera. Pero después de varios amoríos
vanos y dos fracasos matrimoniales, su sonrisa había quedado congelada
en alguna foto familiar.
Ni ella se explicaba porque ese ceño adusto, exánime, era su expresión
cotidiana.
Con el pasar de los años y pese a lucir
una estampa fachosa, Luciana renunció a sus juveniles sueños de
encontrar al príncipe azul soñado y a regañadientes fue
aceptando pertenecer el mundo de los adultos
maduros solitarios.
. . .
“BUENOS DIAS amables oyentes, los saluda Leo Ramírez Lazo aquí
desde Radio Felicidad, su emisora
amiga; como siempre a esta hora, las cuatro de la mañana, nos volvemos
a encontrar con la mejor música
de todos los tiempos, en su programa
Su Majestad el Bolero. Una cita con aquellas inolvidables canciones que marcaron
nuestra vida y que
nos recuerdan los romances de nuestra juventud y que ahora nos invitan a recordar
y a vivir...
¡Porque recordar, es volver a vivir!
Empezaremos el programa correspondiente a hoy viernes atendiendo la solicitud
de cientos de llamadas
hechas a nuestro teléfono.
De la extraordinaria compositora cubana Isolina Carrillo y en la maravillosa
voz del legendario Trío Sepia
la hermosa canción -Dos Gardenias-...
!Ah! No se olviden que mañana sábado, como todos los últimos
sábados de cada mes, tenemos una cita
con el amor en el Mokambo, ahora totalmente renovado que, como saben, está
ubicado en el corazón del
distrito de Jesús María. Allí, al compás de los
boleros de Los Panchos, Javier Solís, Daniel Santos,
Rolando La Serie, Carmen Delia Dipíni y las incomparables guarachas de
la Sonora Matancera pasaremos
otra inolvidable noche. Recuerden que los casados pueden acudir con sus parejas
y si usted está solo o sola
también lo esperamos: Hay corazones solitarios que acuden en busca del
amor de su vida...
Y lo más importante: Los precios están al alcance de todos los
bolsillos”. "¡Los esperamos!"
. . .
A sus 53 años, Luciana era dueña de una figura grácil.
Sus hijas, que ya estaban grandes, la adoraban;
y sus amigos la apreciaban; pero aún así, sentía que algo
le faltaba.
Una madrugada el frío de la soledad discontinuó
su precario sueño. Entonces, cerró los ojos con fuerza y abrazando
su almohada se encorvó entre las sabanas e intentó dormir. Fue
inútil. Cuando se convenció que
eran vanos sus intentos para reconciliarse con el sueño, con su mano
izquierda cogió el control remoto y
prendió la radio. De a pocos su cuarto se vio invadido por una serie
de boleros que, recordó, muchas veces
bailó y canturreó en interminables e inolvidables fiestas. Pero
fue la voz de Rolando Laserie cantando
Sabor a Mí que la devolvió a sus nostalgias sentimentales.
Se sentó en la cama, encendió un cigarrillo y mientras exhalaba
volutas de humo empezó a mirar a los lados
como buscando en los vacíos del cuarto alguna huella de sus ilusiones
perdidas.
Entonces, una idea le cruzó por la mente. De un brinco abandonó
el tálamo, deshabitado y frío de un lado,
y con paso decidido se dirigió al espejo. Alisando su larga cabellera
vio el reflejo de su espigada figura y sonrió. Después de hacer
varios giros con las manos en su cintura y animada por los boleros, decidió
asistir al
Mokambo buscando un desahogo a sus penas. Pero esta vez, se dijo, cuidaría
que no lesionaran sus sentimientos. Como gata recién parida, no dejaría
que nadie se aproximara a ellos.
. . .
Ganador. Así se sentía Julio César cada vez que acudía
al Mokambo. Siempre una nueva conquista
coronaba su cita con el recuerdo y hasta llevaba un registro donde anotaba el
nombre de cada fémina que
pasó por sus sábanas.
Anotaciones que a solas en su cuarto revisaba con
fruición y que provocaban sus recurrentes soliloquios.
Deleites breves y victorias pírricas porque al finalizar el recuento
otra vez le quedaba el sabor amargo de la
soledad. Esta situación, más de una vez lo hizo pensar en abandonar
esas citas ciegas. Sin embargo en las
cuatro últimas ocasiones una mujer le había llamado la atención
sobremanera. Su halo de misterio y su mirada silenciosa y esquiva la hacían
especial. Muy especial. Solo sabía que se llamaba Luciana y que siempre
llegaba y se retiraba sola.
Su primera relación en el Mokambo comenzó como un juego de sólo
tomarse la mano y algún beso robado
por alguien que ni siquiera recordaba su nombre. Pero posteriormente los besos
empezaron a llevarla a las
caricias más cálidas y audaces. Sin embargo cuando notaba que
estaba por ingresar en una peligrosa espiral, terminaba el encuentro y bruscamente
abandonaba a su desconcertado y suplicante acompañante de turno.
Empezó entonces, a sentir el gran poder que ejercía sobre los
hombres.
Desde ese momento los encuentros y desencuentros marcaron su vida y sus demonios.
Para la gran conquista, Julio César vistió un saco de lino color
crema, camisa melón, pantalón marrón y mocasines color
tabaco. Apenas llegó a la puerta del Mokambo el solicito portero abrió
la puerta del taxi
e inclinando medio cuerpo lo saludó llamándolo doctor. Como siempre
lo premió con una generosa propina.
Caminó balanceando el cuerpo y ya dentro, se ubicó en una mesa
alejada de la pista de baile desde donde
observaba el ingreso de las damas solitarias. Pero ahora estaba a la espera
de aquella mujer especial que
había despertado su curiosidad e interés. Como en otras ocasiones
el mozo le sirvió el primer pisco sour.
Después de tres horas y cuatro pisco, impaciente por la estéril
espera decidió retirarse.
Eran pasada la medianoche y ya empezaba a sentir
los estragos del licor. Además estaba aburrido.
Levantó un brazo y chasqueando los dedos llamó al mozo para pedir
la cuenta, pero el abrir de la puerta
de entrada hizo que desistiera de su propósito y, con el semblante demudado,
volvió a tomar asiento.
Cuando llegó el mozo le pidió otro trago y dio rienda suelta a
sus soliloquios previos a la conquista.
Con paso felino, Luciana paseó su esbelta
pero proporcionada figura por el centro del gran salón.
Altiva, con el rostro levantado, daba la impresión que sus pequeños
pies apenas rozaban el suelo.
Mientras caminaba, una ráfaga de aire proveniente de uno de los ventiladores
colgados en el techo, agitó
por unos instantes su larga y negra cabellera. Con displicencia se acercó
a su mesa habitual y sin despojarse
de ese aire impersonal, como otras veces con mucha discreción su mirada
empezó a buscar al hombre al que
dejaría el recuerdo de una sola noche. Nadie digno de tomar en cuenta,
peor aquel petimetre de colorida vestimenta. Con desgano recordó que
una noche como esta se entregó a la aventura de no saber de nombres,
ni de lugares, sólo palabras aisladas y susurros. Cuando el mozo se acercaba
le pidió una margarita
y una cajetilla de cigarros mentolados.
-Hasta aquí llegaste gatita montaraz; ahora no escaparás. Esta
noche te voy a domeñar y gemebunda caerás
tan rendida a mis pies que hasta me rogarás te deje amarme y, con frenesí
me pedirás por favor, que te brinde
mis labios sensuales y que mis manos recorran toda la geografía de tu
hermosa figura hasta que mis caricias
te trastornen, te desquicien y así quedarás para siempre: demente,
loca de amor por mí. De eso estoy tan seguro como que me llamo Julio
César. Ahora te voy a conceder unos minutos para que me ubiques y te
deleites mirándome. Mientras tanto pediré un trago más
para darme valor. ¡Mozo!
Ensimismada en sus recuerdos, Luciana daba la sensación de no encontrarse
en aquel añoso y oscuro local.
Era indiferente a las miradas de amantes y solitarios que como ella, ahí
se encontraban y, hasta parecía
gozar de las penumbras que algunas veces interrumpía cuando la luz del
cigarrillo se aproximaba a su rostro.
-Es inútil que te hagas la indiferente. Te advierto que conmigo no vas
a jugar. Se que con disimulo
estás observando cada uno de mis movimientos y que hasta te provoca acercarte
a mi mesa. Pero tranquila
muñeca. Para todo hay tiempo. Pero esta bien, aunque eso me correspondería
a mí, como soy un caballero
te cedo la iniciativa. Solo espera que toquen el bolero adecuado para que me
invites al dancing. Es cuestión de esperar one time, no desesperes. En
todo caso, si así lo deseas, hazme una señal y yo muito brigado
iré a tu mesa. Mientras tanto ordenaré otro trago; ¡Moooozoo!
De pronto, una vieja canción de Los Panchos comenzó a jugar con
sus recuerdos, entonces, inducida
por los tragos, abandonó su letargo y sus delgados y largos dedos empezaron
a tamborilear la mesa tratando de seguir el ritmo de aquel bolero que permanecía
indeleble en su memoria. En esos instantes, sin notarlo, sus
ojos negros y achinados, adquirieron un brillo especial. Con disimulo, de su
cartera sacó un pañuelo que discretamente posó en cada
uno de sus ojos.
¡Lo sabía cosita rica!. Hasta que te animaste a hacerle una señal
a papá. Te estás portando como una buena
baby y eso tiene un premio. Pero tranki garota. Ahora solo debemos esperar que
pongan that music adecuada. Entonces me acercaré a tu mesa y te invitaré
a bailar y cuando sientas que mi calor enciende tu cuerpo,
me jurarás amor ever for ever pero eso sí, no me pidas que prometa
lo mismo, sorry, mi cuore es un zíngaro.
Bueno, pero presto, allora io sono capi, consiglieri y soldati.
Para facilitarte las cosas yo mismo te llevaré un trago. ¡Moooozoooo!
Hip!
Luciana, saca el último cigarrillo de la cajetilla, lo enciende y lo
acerca a sus labios; deja atrás las
tribulaciones pasadas y nuevamente se refugia tras esa ruda indiferencia que
la mantenía alejada de
donjuanes avezados. Pero era solo apariencia. Mientras se arregla la falda,
piensa en la inutilidad de estos encuentros, cada vez más continuos,
pero nunca reales. Da un último vistazo y observa que como de costumbre,
en la barra del bar están ubicados los mismos galanes, siempre al acecho,
salvo aquel solitario de saco crema
que está en una de las mesas bebiendo a mares. De pronto, afectada por
la fatiga de la soledad y abrumada
por el calor y la humedad del ambiente, decide marcharse del Mokambo. Esta vez
para siempre.
Julio César se levanta para acercarse a la mesa de Luciana pero trastabilla
y tropieza con una silla
y cae de rodillas.
Con agilidad felina, de inmediato se reincorpora.
Ya erguido, alisa y abotona su saco y vuelve a tomar asiento.
Avergonzado apoya los codos sobre la mesa, junta sus manos, las coloca en su
rostro y de soslayo observa
a los lados. Con angustia nota que las parejas que se percataron de su embarazoso
traspié lo miran con conmiseración, unos; con burla, otros.
Con inocultable temor observa hacia el fondo del salón y se encuentra
con la indiferente mirada de Luciana.
Se espanta y empieza a sudar. En un rapto de lucidez desiste de su conquista.
Se da cuenta que son las cuatro de la mañana y que el exceso de pisco
sour había hecho lo suyo.
Es inútil continuar, se dice, para otra vez será Lucianita, ya
fuiste, te perdiste este cuerpito, fanfarronea.
Antes de iniciar el retorno ingresa al baño, se lava cara y peina sus
entrecanos cabellos.
Luego sale y dirige sus pasos hacia la salida. Consciente del penoso espectáculo
que protagonizó,
duda si alguna vez regresará.
Casi en simultáneo, Luciana y Julio César, desde cada extremo
del gran salón, inician la retirada
en el instante que el presentador anuncia el fin de fiesta.
-"Queridos amigos y amigas, a nombre de la promotora de espectáculos
y del mío propio queremos
agradecer su amable concurrencia a esta cita con los recuerdos. Y para que nos
recordemos unos a otros,
nos despediremos bailando un popurrí de hermosos boleros. Empezaremos
con el inolvidable ¡Sabor a Mí!..."
Preocupados por encontrar la salida y evitando tropezar con las parejas que
tomados de la mano se
dirigen raudas hacia el centro de la pista de baile, ambos habían decidido
caminar bordeando la sala,
casi pegados a la oscura pared.
-"Vamos amigos, esta es la última ocasión
de la noche que tienen para bailar con su pareja o si a venido
solo o sola baile con la persona que tenga a su lado. Vamos anímense.
Nadie sabe lo que pueda pasar, porque
el amor es así, inesperado pero deseado. ¡Ahora todos a bailar
estos hermosos e inolvidables boleros!"-
De pronto Luciana y Julio César tropezaron el uno contra el otro.
Sin habérselo propuesto estaban frente a frente.
Y aunque el apuro de ellos era evidente ambos se detuvieron un instante y en
medio de la oscuridad
cruzaron miradas. Él estaba aturdido y avergonzado, ella sorprendida
y confundida. Julio César bajó
la mirada, le cedió el paso y luego continuó su camino. De pronto,
una voz lo detuvo:
-¿Dr. Marín?
Todavía bajo los efectos del alcohol, Julio
César respondió de manera enrevesada e ininteligible:
-Se moi, ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Who is, porfa?
-Soy yo, Luciana Ramírez, jefa de seguridad de la universidad, ¿no
me recuerda?
-¡Claro, como no!... Tú eres la gatita mimosa que me tiene cautivo
y que evade mis miradas.
Okey mademoiselle, ya que el destino nos unió en esta parte del camino,
quiero pedirte disculpas por mis insinuantes miradas; pero eso sí, nunca
quise ofenderte, solo deseaba acercarme a ti, ser tu amigo, tu boyfriend...solo
eso, créeme, por favor te lo pido.
Luciana que lo miraba desconcertada y preocupada,
solo sonrió. No entendía porqué le hablaba de esa
manera pero lo escuchaba con simpatía. Una simpatía que venía
de antes. Lo recordó con sus finos y
afectados modales y sus ternos oscuros y al compararlo con el hombre que tenia
enfrente, no pudo contener
la risa y en un acto reflejo, le ofreció sus manos. Con mucha delicadeza
Julio César acercó las manos de
Luciana a sus labios y estampó un beso en cada uno de sus dedos.
Un viejo farol con su endeble luz se hizo cómplice
de la pareja que turbada por este encuentro,
inesperado o esperado, no lo sabían; ahora estaba tomada de las manos,
mirándose y parpadeando hasta
terminar abrazándose. De pronto, asombrada, Luciana sintió que
le susurraba palabras que no entendía pero
que adivinaba: Julio César la estaba invitando a bailar.
Despertando de su momentáneo letargo, ella se acercó lo más
que pudo y le dejó oler la fragancia que
emanaba su cuerpo, entonces sintió que una respiración entrecortada
rozaba su cuello y que los labios de
Julio César estaban besando sus hombros sin apuros. Lentamente sus cuerpos
fueron encajando como
si fueran piezas de un mismo rompecabezas y, cerrando los ojos, comenzaron a
susurrar frases que
ninguno comprendía pero que imaginaban. Poco a poco la comunicación
entre ellos se fue encendiendo
y sus diálogos bordeaban entre lo obsceno y lo correcto; entre lo humano
y lo animal.
Luego abandonaron la conversa y empezaron a acariciarse como si el tiempo se
escapara de sus vidas.
Cuando los boleros dejaron de sonar les volvió la cordura, que más
parecía locura porque, sin soltarse
las manos, ambos reían y lloraban a la vez.
Antes de abordar el taxi que los devolvería a sus casas, Julio César
tomó de los hombros a Luciana
y la volvió a besar. Luego la miró a los ojos y susurrando casi
orando, le pidió que mencione su nombre
para que lo devuelva a la vida. Ella con los ojos más cerrados que nunca
le confesó su amor y también su
temor a otro desengaño.
Ya era de día cuando el taxi se detuvo frente a la casa de Luciana. Ella,
cubierta con el saco de Julio
César y refugiada en su regazo, dormitaba. Aún soñolienta
siente que Julio César la toma de los brazos,
la despierta y le pide casarse con él; Luciana vuelve a cerrar sus ojos.
Solo desea seguir soñando y oír como
le dice que antes de este encuentro su vida era distinta, pero después
de esta reunión, ya nada sería igual.
Abre los ojos y se yergue. Lo mira a los ojos y con una de sus manos le acaricia
el rostro.
Mientras lo abraza siente que las palabras de Julio César aún
vibraban dentro de su cuerpo, entonces
tranquiliza su respiración. No dice nada, solo asiente con la cabeza,
le da un beso y le dice que lo ama.
Cuando ingresan a sus casas, ella juntando sus manos por detrás, se recuesta
en la puerta de su dormitorio
y mirando al techo musita un agradecimiento y sonríe.
Él, sentado al filo de su cama, se desprende de su vestimenta colorida,
de sus penas y hasta de su diario
y también sonríe.
Están seguros que a partir de mañana todo será mejor.
de Crónicas Urbanas
Autor: OCTAVIO HUACHANI SANCHEZ
Periodista
OCTAVIO HUACHANI SANCHEZ, periodista y
escritor peruano. Es quizás uno de los pocos autores en el mundo
que, a través de sus Crónicas Urbanas, aborda una serie
de sucesos que ocurren exclusivamente en el mundo de los adultos mayores.
Sus obras, aunque han sido han sido escritas para las personas que acercan o han pasado el rubicón de las seis décadas, también han logrado impactar a jóvenes y adultos maduros quienes luego de leer algunas de ellas, han empezado a mirar desde otra perspectiva a sus mayores. Para contactarse con él, pueden hacerlo a través de nuestro Libro de Visitas, o escribiendo a: huachanioctavio@yahoo.es. Telefonos 482 2360 / 9546 2986 -Lima-Perú
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