¡Hoy sí que van a aprender!

 

Me desperté muy acelerado ese viernes. Se terminaba la semana y dije para mis adentros:
“¡Estos chicos todavía no han estudiado nada y la semana que viene, comenzarán los exámenes trimestrales en la Escuela! ¡Qué barbaridad!
Ha sido un error de mi parte, no tomar a tiempo, las riendas de esta situación.
¡Chicos irresponsables! Sólo están pensando todo el tiempo en jugar y no tienen en cuenta lo más importante de la vida…
Deben prepararse para cuando sean mayores y tengan que luchar como yo, para llevar adelante una familia. Pero: ¡Hoy sí que van a aprender!”

Este fue el comienzo del viernes 28 de octubre de 1992.
Manos a la obra, ese día, los fui obligando a levantarse, más temprano que de costumbre, uno tras otro, mientras refunfuñando, iban tomando el desayuno; tras el cual, casi de inmediato, se impusieron a la tarea de prepararse para los inminentes exámenes.

Transcurridas, escasamente dos horas, llegó a casa mi hermana menor, a quien en buenos términos, había acusado en forma casi permanente, a través del tiempo, de “malcriarlos”. Con su acostumbrado gesto de condescendencia y afecto, siempre lograba convencerme en lo referido a mis chicos. Por lo general, gustaba organizarles algo diferente, pensando en las predilecciones y necesidades propias de esa edad.

Esta vez, sólo por complacer su buen humor y permitirle disfrutar “el último día de vacaciones” en su trabajo, accedí efectuar un paseo de media jornada, todos juntos.
Aunque desde el primer momento, escuché su propuesta con ánimo tenso; pues se estaba oponiendo a la decisión que esa misma mañana, a primera hora desde mi parte, había tomado.
Pero, tratándose de ella, no podía decepcionarla.

Como conclusión, tras el almuerzo, partimos a un lugar de campo cercano a nuestra ciudad, con planes de jugar a la pelota, tomar mate, divertirnos, en fin...
Mientras estábamos sentados en el césped, advertí la escasez de agua en el río y le comenté a mi hermana, acerca del riesgo de ingerir este líquido elemento para el consumo; mientras no conseguía disimular, en definitiva, mi malhumor por estar allí.

Tras un período corto, algunos de los chicos que se encontraban chapuceando en el agua, requerían mi presencia a gritos: “¡Papá, Papá, ven a ayudarnos a sacar mojarritas que estamos viendo por aquí!”.
No pude dejar de observar, en el mismo momento y a escasos metros del lugar, la presencia de dos chiquilines con aspecto andrajoso, pidiendo alguna limosna.
Mi actitud consecuente, no se hizo esperar:
- ¿Dónde estarán esos padres “que traen hijos al mundo”, para que anden pidiendo para comer?-.

Al tiempo de mis rezongos, me sorprendí al ver que otro de mis hijos, de la misma edad de aquellos niños, se les había acercado y compartía con ellos, un pedazo de pan, que rato antes le había dado, para que tomara con la merienda.

Habrían transcurrido escasamente diez minutos, cuando observé que lo restantes, jugaban con un perro de apariencia enferma, lleno de pulgas y flaco, que se encontraba cerca del bote de basura.
Mi paciencia se colmó en ese momento y acometí sobre ellos, gritándoles con furia: “¡Pero no ven que los puede morder…! ¡Inconscientes!”, al tiempo que perplejo, miraba cómo le daban de comer en la boca al animal que además, tenía una pata quebrada.

¡Me sentí aturdido! Era yo, aquella mismísima persona, que arrogando la autoridad paterna, ese viernes, temprano por la mañana, me había impuesto la obligación de hacer que se prepararan convenientemente para las exigencias de la próxima e importante etapa escolar.
“¡Se vienen las exámenes! ¡A prepararse! Me había dicho convencido, de estar actuando con corrección.

Opté entonces, por efectuar una corta caminata en forma solitaria. Necesitaba despejarme; comprender qué estaba sucediendo con ellos y conmigo.

Alejándome un poco, me senté sobre una piedra, mientras veía a mi hermana en contacto con todo el grupo, que proseguía en límpida algarabía. Al mismo tiempo de mi parte, rumiaba ensimismado, el alcance de lo sucedido: Aún existía una disponibilidad de tiempos y horarios como para que también realizaran lo atinente a sus exámenes y mi enojoso capricho por querer imponerme, que debía ser hoy. De la misma manera, mi ira ante la inocente madurez de los niños, de acercarse y aceptar la vida, sin temor o rechazo por sus diferentes manifestaciones y condiciones.


Entonces, rescaté que ellos “sabían” mucho más que yo:
En las mismas cosas que me causaron desazón, ellos veían alegría y deseos de colaborar: Donde para mí había agua sucia, pescaban mojarritas jubilosamente. Los niños aquellos, que noté andrajosos y por tanto sólo se me ocurriera juzgar a sus padres sin conocerlos, fueron motivo de compartir. Donde yo veía un animal “pulguiento”, encontraron, una oportunidad para la caridad.

Fue entonces cuando en un rapto de mi “locura”, los llamé a todos –ellos nunca lo sabrán- sin decirles el porqué.
A cada uno, le di el beso más grande que jamás pudiera, mientras advertía que unas lágrimas hirvientes como de fuego, surcaban mis mejillas.
Tal vez, era mi vergüenza, disfrazada de amor.
Gracias Dios mío, nunca olvidaré este día.

Salvador Nassif

 

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